La disciplina oculta de John Stott, Mark Meynell 13/05/2021 – Publicado en: PORTAFOLIO

Tengo una relación amor-odio con el deber y la disciplina.

Quizás sea un problema generacional. Después de todo, una declaración así habría sido incomprensible para la generación de la Segunda Guerra Mundial. En esos tiempos, la gente hacía lo que tenía que hacer, por muy nerviosa o reacia que se sintiera al respecto. Para mí, es también un tema de personalidad y de temperamento. El deber, a menudo, parece ser pesado y frío, sin embargo, la espontaneidad es algo mucho más atractivo. Pese a mi inclinación hacia la introversión y la soledad, me cuesta centrarme en las tareas que tengo que hacer.

Por supuesto que el deber puede ser frío como su reputación sugiere. La religiosidad vacía es un auténtico riesgo para quienes están comprometidos con disciplinas espirituales. De todas formas, esta es una razón bastante pobre para evitar tener sanos hábitos. La disciplina y el deber sí que tienen cabida, especialmente, en la vida de las individualistas generaciones X y Z (milenials). Este tema me llegó por la fuerza al concedérseme, por medio de su albacea literario, el privilegio de trabajar en la enorme colección de fichas de John Stott, poco después de su fallecimiento en 2011.

La disciplina de John Stott

Al predicar, John Stott era metódico, racional, con una lógica indiscutible, un experto en explicar las verdades bíblicas. Esto era un reflejo de cuán ordenado era su mundo privado: en su oración; en la dedicación de toda una vida al estudio; y, en su meticulosa e implacable cruzada por la claridad (no solo por el bien de sus oyentes o lectores, si no por el suyo propio). Uno de sus últimos ayudantes, Corey Widmer lo describe así:

Así era nuestra rutina. Todos los días, a las once en punto, le llevaba café. Siempre lo encontraba con la cabeza metida en alguna carta o manuscrito, sumido en su trabajo y haciendo uso de su incomparable poder de concentración en cualquiera que fuera la tarea que tuviese por delante. Para no interrumpir, le dejaba con mucho cuidado la taza al lado de su mano derecha y, a menudo, con un murmullo casi inaudible me lo agradecía diciendo: “No lo merezco”.

A pesar de haber coincidido con él en algunas ocasiones desde mi conversión en 1989, tuve la oportunidad de llegar a conocerlo mucho mejor en sus últimos 6 años de vida (cuando en 2005 comencé a formar parte de la iglesia All Souls en Langham Place, Londres). Quizás, de manera más significativa al poder entablar amistad con quien llevaba siendo su secretaria hacía más de 50 años, Frances Whitehead. Ella lo conocía mejor que nadie.

John Stott se levantaba siempre temprano para tener un considerable tiempo de oración, luego, desde la hora del desayuno hasta el almuerzo, se sentaba en su escritorio a trabajar. Ese tiempo de estudio era sagrado. Frances me contó lo mal que se sintió una vez cuando, creyéndolo necesario, lo interrumpió por una llamada urgente (no recordaba de qué se trataba). Dijo que, al abrir la puerta, lo encontró sumergido en un libro, con los codos apoyados en el escritorio y las manos en la cabeza. Sin cambiar la postura, giró la cabeza murmurando algo como: “No tienes ni idea de lo difícil que resulta cuando se me interrumpe en medio de un pensamiento”. Sobra decir que jamás se atrevió a hacerlo de nuevo.

Este era el secreto de la claridad de su enseñanza. Rara vez venía de flashes de inspiración. Era fruto de un duro trabajo, ideas pulidas y refinadas por un constante esfuerzo mental. Su aparente claridad espontánea era el resultado de un arduo trabajo.

El sistema de John Stott

Hay un aspecto de la disciplina personal de Stott a la que ahora tenemos acceso. Dudo de que entendiera el valor de hacerlo público, le preocupaba más un producto acabado que el trabajo en curso.

Sin embargo, ahora sí que podemos ir entre bastidores para ver cómo era su forma de proceder. Desde 1950 en adelante (cuando fue nombrado pastor de la iglesia All Souls con tan solo 29 años), desarrolló un sistema de indexación de tarjetas para ordenar sus notas y apuntes. Con la inestimable ayuda de Frances continuó con esta práctica hasta, más o menos, el año 2000, cuando bajó el ritmo de su ministerio. El sistema se dividía en tres partes:

  • Citas y notas: la colección más amplia, abarcaba desde frases concisas y significativas hasta recortes de periódico y párrafos copiados, todo ello agrupado en largas listas temáticas. Había algunas historias e “ilustraciones” clásicas, pero no muchas. De estas se han servido Logos y, más recientemente, el libro The Preacher’s Notebook [El cuaderno del predicador]. A pesar de que la versión digital es amplia, solo representa el 20-25 % del total. Frances se encargaba de escribir y Stott apuntaba meticulosamente la fecha y el lugar donde se había usado. Es fascinante ver cómo algunas de ellas eran evidentemente sus favoritas y se habían usado con frecuencia durante décadas.
  • Charlas y sermones: organizada a modo de resumen con títulos, referencias, pensamientos clave y quizás con referencias cruzadas a las tarjetas de citas. Las habría usado a la hora de hablar.
  • Resúmenes de libros: si un libro le había ayudado especialmente, apuntaba los puntos más sobresalientes en una tarjeta aparte, referenciando la página para poder encontrarlo fácilmente. El alcance de su lectura era impresionante, especialmente desde finales de los 60, principios de los 70 en adelante, cuando aumentó su compromiso con la cultura y la ética.
Todo esto era representativo de una disciplina que Stott llamaba “doble escucha”. La doble escucha es la práctica de hablar y de predicar con “la Biblia en una mano y el periódico en la otra”. Esa frase (originalmente de la tinta de Karl Barth) daba lugar a malentendidos para algunos que asumían que Stott defendía que ambos tenían la misma autoridad. Nada más lejos de la realidad. A él lo movía la imperiosa necesidad de construir puentes entre las antiguas palabras y el mundo contemporáneo.

Esto suponía trabajar pacientemente tanto con complejos y pesados tomos, como con aquellos más ligeros y de corte populista. Habitualmente y cuando era posible, contactaba con oponentes de debate para asegurarse de que hacía justicia a sus argumentos. Stott estaría horrorizado por nuestra tendencia actual a aceptar supuestos argumentos de frases, tuits o blogs de expertos que distorsionan la importancia de un aspecto menor para poder despreciar un libro entero a pesar de su cuidadoso estudio. Este tipo de prácticas eran anatema para él.

Legado divino

Estas cartas conforman gran parte de su legado. Poder trabajar con su versión digital fue algo parecido a seguir las huellas de bancos de canteras sorteando cinco décadas de desafíos, controversias y preocupaciones ministeriales. Muchos de los cuales han perdido su urgencia o relevancia, pero ahí no es donde reside su verdadero valor. Para mí, su verdadero valor reside en una dedicación divina en cada aspecto de su mundo privado tan generosa e incansable como en su ministerio público.

No habrá otro él, pero nadie necesita tampoco ser otro John Stott. Sin embargo, como dijo Tim Keller en su discurso en el culto en homenaje a John Stott celebrado en EE. UU., hay mucho que aprender de él justamente en aquellos puntos donde diferimos, ya sea por temperamento, contexto o llamamiento.

Como alguien que carece de esa innata autodisciplina, he aprendido a, al menos, implementar algunos de los aspectos de las rutinas de Stott. Puede que nunca cambien quién soy como tal, pero proveen las herramientas para ese orden personal que yo y, quizás tú, necesitamos tan profundamente.

Este artículo es una traducción de uno publicado en The Gospel Coalition. Si quieres leerlo en inglés, puedes hacerlo aquí

Mark Meynell es el autor del libro Lo que los ángeles anhelan leer.